Llevo todo el día pensando: ¿qué hace a un insulto, un insulto?
Claramente, no es la palabra en sí. Si uno va andando por la calle y grita: ¡cabrón! e inmediatamente después por delante de él aparece un macho de cabra bien enorme, el que creímos insulto ha pasado a ser un mero sustantivo descriptivo que ni el pobre animal puede comprender.
Podríamos entonces suponer que se trata del referente al que la palabra denota, que si decimos la misma palabra en un contexto en el que los animales no se dan, no habría posibilidad de equivocación. Pero esta hipótesis falla en algunos casos. No es, por tanto, cierta. Si viene por ejemplo un inglés a mi país y levanta sus dedos indice y medio con la palma vuelta hacia sí, yo bien podré interpretar que me está pidiendo dos elementos x o que me muestra su pacifismo. En ningún momento comprenderé que, de hecho, me está sugiriendo bien poco refinadamente que me joda a mi misma. Él se está dirigiendo a mí, me lo está indicando su mano y su mirada, pero yo no me siento ofendida porque no conozco el código.
Quizá la solución está entonces en el contexto en el que el código del insulto emitido existe. Si el mismo inglés mostrara de idéntica manera sus dos dígitos en la capital británica, muchas personas inocentes se sentirían más que injuriadas. Sin embargo, ocurre en ocasiones que teniendo el referente y compartiendo el mismo código y contexto, una palabra grosera no se tiene como tal. La solución, en mi opinión, radica básicamente en la conjunción de dos instancias, además de las tres indicadas y la palabra malintencionada imprescindible, claves.
Por un lado, debe darse un emisor con mala uva y ganas de molestar.
Y por otro, no menos importante, un receptor con iguales ganas de dejarse ultrajar.
Si cualquiera de ambos fallan, el insulto permanece inerme y flota como palabra huérfana hasta desaparecer en el aire.
Pongamos dos ejemplos de lo anterior. Imaginemos que tengo un amigo muy apasionado del baloncesto y yo, un día, lo llamo "fanático" para indicar su amor sin límites por el deporte, pero él, que sabe que yo no comparto sus aficiones, lee en mis palabras una exagerada crítica de su afición y se enoja. Como mi deseo no era el de herirlo, sino definir objetivamente su práctica, lo que se ha dado en nuestra conversación no ha sido un insulto sino un malentendido.
Del mismo modo, pero a la inversa, si alguien en algún momento, desde la ignorancia y el conservadurismo me llama "feminista radical", yo, que me puedo considerar feminista de algún tipo e interpreto lo del radicalismo, por la cosmovisión de mi interlocutor, como un calificativo que denota una práctica (o quizá concepción nomás) más revolucionaria de lo que él está acostumbrado a escuchar, no me sentiré en absoluto insultada, sino quizá descrita y alabada con precisión y, orgullosa por ello, dejaré que sus palabras hablen simplemente de un contexto, de unas actitudes histórico-vitales determinadas, pero en ningún caso, como insultos, pues si yo los abrazo y acepto, no lo son.