25 marzo 2008

un fallo

lo que más miedo da es el fallo. en el momento en que somos conscientes de nuestra falibilidad, nos desmoronamos.

la enfermedad duele en sí, no porque recordemos cuando estuvimos sanos, no, eso es parcialmente falso. lo que ocurre es que un dolor nos conduce a presentir que vamos deteriorándonos, que nosotros, como los objetos que nos rodean, cogemos mugre, nos agrietamos, nos oxidamos, caducamos. Convenimos entonces en que un día más o menos futuro nos habrá vencido el tiempo, y la pesadumbre que esa certeza nos produce duele más que el pinzamiento en el músculo, el esguince, la arruga en la comisura del labio, la caries o el lumbago.

poco a poco, conforme crecemos, vamos descubriendo que el riesgo de perder es más alto de lo que creíamos. y aunque en ocasiones no sea como en una carrera que sólo gana uno, ni ocurra como con la lotería, que cae siempre en manos desconocidas, sabemos que las esperanzas puestas en triunfar pueden demostrarnos que no somos omnipotentes.
estudiamos para un examen y nos sale mal. apostamos por una amistad y nos responden con indiferencia. abrimos nuestro corazón y se nos habla del tiempo. creemos estar enamorándonos de una persona especial y resulta no ser más que un mediocre necio.

sin embargo, no creo ver en todo ello nada gris, sombrío o entristecedor. al contrario, pienso que es en nuestras debilidades en lo que nos reconocemos como iguales. gracias a ellas vivimos juntos, nos apoyamos y nos queremos, porque ¿qué hay de meritorio en ser perfecto?
lo bello reside en la fuerza con la que aceptamos, superamos y compartimos nuestras fallas.
nuestra falibilidad, en resumen, nos reconoce como humanos a los ojos del otro, nos acerca de manera natural, permite que no estemos solos.

21 marzo 2008

crecer o madurar

de repente me he ado cuenta de que ya no hace falta esperar más.
toda la vida (hasta hoy) pensando: "cuando sea mayor...", o preguntándome: "¿y como será en mi caso, cuando yo forme parte del mundo de los adultos?"
Y de repente, como en un fogonazo iluminador, me he dado cuenta: yo ya pertenezco a ese mundo. Yo ya soy mayor.
Lo más asombroso de ello es que sigo siendo, a la vez, joven, pequeña, incluso un infante. Porque no cambiamos apenas: seguimos siendo igual de inseguros, igual de risibles y entrañables, seguimos comportándonos egoístamente, seguimos peleando como en la escuela, seguimos enamorándonos como en la guardería, seguimos esperando de nuestro amigo que esté allí siempre, pegado al teléfono para cualquier imprevisto que nos surja, y siempre seguiremos así, tratando de aparentar un poco lo que nos gustaría que los demás vieran en nosotos. Porque lo único esencial que cambia es que aprendemos a ocultar nuestras debilidades: copiamos de nuestros mayores una falsa seguridad, una autoridad, pocas veces sentida, para hacer juicios categóricos y contar medias mentiras como si fueran verdades.Lo peor de todo es que estas nuevas habilidades nos roban un poco de inocencia, nos convierten en peter panes desengañados. Esa es, creo yo, nuestra compartida infelicidad de crecer.

19 marzo 2008

una inquietud

Me inquieta un cuestión. No creo que al nacer seamos tablas en blanco sobre las que nuestro entorno va inscribiendo una personalidad, un carácter, un modo de reaccionar. Sin embargo, sí creo que el ambiente en el que nos educamos, los afectos que se nos profesan, las experiencias vividas o vistas, todo un cúmulo de azares, en suma, nos perfilan nuestro ser. ¿Hasta qué punto? Esto es más o menos subjetivo por lo que respecta a nuestra psicología pero, ¿y cuando se trata de nuestro modo de concebir el mundo? Pienso que, del mismo modo que aprendemos los elementos químicos, las capitales europeas o los autores aureos, aprendemos un modo de experimentar los afectos, de entender los sentimientos y de reaccionar. Entonces, ¿no es un poco falso creer que qeremos a alguien o que amamos a cierta persona? Si creo sentir amor, si experimento amistad hacia un compañero o un conocido ¿es el mismo amor que él siente por mí? ¿es su amistad la misma que yo le profeso? Sin entrar en diferencias históricas o culturales, simplemente centrándome en la comparación con los que me son más crcanos, no creo que sea así. Mi duda no de índole epistemológica sino vital: me pregunto hasta qué punto no nos condena esto a no entendernos nunca, y así, a la eterna soledad, a una total deseperación.
Quede claro que esto es una simple duda, no una afirmación categórica. La incertidumvbre es lo único que nos salva. En cierto modo es un tipo de esperanza. También existen las realidades ocultas. De eso hablaré, quizá, otro día, si estoy de humor.