Aparentemente cuando somos niños nuestro pensamiento nos induce a creer que todo aquello que deseamos, todo aquello que nuestra imaginación produce, puede volverse realidad.
Unos científicos de un país nórdico probaron cierto experimento y comprobaron cómo un grupo de alumnos de guardería se asustaba cuando se lo dejaba a solas en una habitación con una caja en la que, aunque se había comprobado vacía, les habían dicho que imaginaran contenía un monstruo. El mismo grupo de niños, sin embargo, sabiendo siempre que la caja estaba vacía, se acercaba a ella luego con excitación en cuanto tenían un segundo de soledad, para comprobar si de verdad el perro que habían deseado se había aparecido en su interior.
Bien, parece ser que yo, a mis veintiocho años, sigo en la etapa mental de los cinco. O peor.
Peor porque en las múltiples ocasiones en las que, por alguna razón perfectamente natural, la realidad no se desarrolla como yo hubiera querido o, más problemático incluso, la naturaleza no se amolda a mis deseos, sigo empeñada con todas las fuerzas de que soy emocionalmente capaz, no ya siempre por que lo que me rodea se flexibilice y retorne a la forma que yo le había idealmente otorgado, si no por que mi cabeza siga engañándose con eterna impaciencia contemplando la posibilidad de que mis expectativas e ilusiones se materialicen y, por fuerza de mi consciencia, un día lleguen a suplantar lo que también con mucha ardua insistencia trato de negarme, no ya a ver, sino a aceptar.
Hoy sin embargo, creo que cumplí seis. No únicamente porque me dí cuenta de que, digan lo que digan los cuentos, los deseos no se hacen jamás realidad, sino especialmente porque aprendí que abrir la caja, no ver nada y aceptar la nada tal y como viene, envuelta con sencillez, es la mejor noticia que uno puede confirmar y compartir. No hay ni monstruo, ni perro. Sólo una caja. Mi caja. Una simple y pobre caja de realidad.
Unos científicos de un país nórdico probaron cierto experimento y comprobaron cómo un grupo de alumnos de guardería se asustaba cuando se lo dejaba a solas en una habitación con una caja en la que, aunque se había comprobado vacía, les habían dicho que imaginaran contenía un monstruo. El mismo grupo de niños, sin embargo, sabiendo siempre que la caja estaba vacía, se acercaba a ella luego con excitación en cuanto tenían un segundo de soledad, para comprobar si de verdad el perro que habían deseado se había aparecido en su interior.
Bien, parece ser que yo, a mis veintiocho años, sigo en la etapa mental de los cinco. O peor.
Peor porque en las múltiples ocasiones en las que, por alguna razón perfectamente natural, la realidad no se desarrolla como yo hubiera querido o, más problemático incluso, la naturaleza no se amolda a mis deseos, sigo empeñada con todas las fuerzas de que soy emocionalmente capaz, no ya siempre por que lo que me rodea se flexibilice y retorne a la forma que yo le había idealmente otorgado, si no por que mi cabeza siga engañándose con eterna impaciencia contemplando la posibilidad de que mis expectativas e ilusiones se materialicen y, por fuerza de mi consciencia, un día lleguen a suplantar lo que también con mucha ardua insistencia trato de negarme, no ya a ver, sino a aceptar.
Hoy sin embargo, creo que cumplí seis. No únicamente porque me dí cuenta de que, digan lo que digan los cuentos, los deseos no se hacen jamás realidad, sino especialmente porque aprendí que abrir la caja, no ver nada y aceptar la nada tal y como viene, envuelta con sencillez, es la mejor noticia que uno puede confirmar y compartir. No hay ni monstruo, ni perro. Sólo una caja. Mi caja. Una simple y pobre caja de realidad.
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