24 marzo 2013

Don´t ask don´t tell. I am happy.

Žižek califica la política del "Don´t ask don´t tell" en el ejército americano--aquella que impide que se les pregunte a sus integrantes si son gays para que no deban declararse hetero u homosexuales, pues el ejército sigue sin permitir que estos últimos formen parte de sus filas--como una estrategia oportunista que obliga al secreto y así, impone la hipocresía como norma social.
Se trata de una medida de la que ninguna de las partes sale beneficiada pero que ambas deben apoyar y apreciar como positiva, reforzando con su apoyo la bondad de la superficialidad de un gesto que acaba instaurándose como acuerdo democrático.

Bien, pues algo similar ocurre, creo yo, en la sociedad americana en general en el sentido de que existe una norma implícita en el "american way of life" que se resumiría en el concepto de la felicidad. El americano debe ser, y es, por necesidad, feliz. La infelicidad es, en su caso, índice de un fallo. Y el americano jamás es derrotado. El americano vence todos los obstáculos habidos y por haber hasta lograr su objetivo. Y este es, siempre, en última instancia, la felicidad, el americano es el ser más feliz del planeta porque es capaz, en toda ocasión, de llevar acabo aquello que se propone como objetivo y, una vez alcanzado éste, la felicidad es su recompensa. Cada americano es, de hecho, muchísimo más feliz que sus compañeros. Siempre. Cada uno a su modo, libre, claro, pero siempre feliz. Siempre.

La felicidad es sinónimo de éxito. Y el fracaso es inconcebible. Intolerable. Por ello, la felicidad es ya un cáncer social. Del mismo modo que ocurría con el caso del ejército, la felicidad es, como la heterosexualidad, la norma. Se supone que todos los ciudadanos viven en y con ella. Quien no es feliz, no forma parte de la sociedad. Es tal la necesidad de esta felicidad que todo aquel infeliz, debe ocultar su pesar y continuar renovando el velo de hipocresía que ya desde hace tiempo cubre a la sociedad. El principio social ha llegado hasta tal punto que los manuales de autoayuda, con pasos e instrucciones para prevenir el mal de la ocasional infelicidad son plato común. Quien no lo acepte estará, además, indirectamente señalando su marginalidad dentro del grupo, su ridiculez, su incapacidad de adaptación y desconocimiento del código secreto que lo integraría en el grupo al que, paradójicamente, pertenece quizá más que ningún otro. Él sólo es el signo explícito de aquello que la sociedad rechaza porque reconoce como parte radical de su ser. Un núcleo que, aterrador, acecha en las grietas de cada sonrisa pues ésta nunca podría existir sin aquel.

El mayor problema que resulta de esta fantasía, como la llamaría Žižek, es, en mi opinión que, acostumbrada a la mentira, la sociedad que venera la máscara de felicidad, acaba confundiendo honestidad con infelicidad y condenando cualquier muestra de sinceridad como amenaza al status quo que tanto esfuerzo le ha costado mantener. La honestidad es así malinterpretada como fuerza virulenta con la capacidad de alterar eternamente la percepción de la realidad que tan a conciencia se ha tratado de desfigurar. En vez de comprenderla como lo que es, como un exabrupto subjetivo y espasmódico, se la evalúa creyéndola igual de reaccionaria y aparentemente objetiva que la felicidad tras la cual se atrincheran para ellos es. Una sociedad que vive así, en el miedo, agarrada a la ardiente llama de la felicidad, pisa un terreno sumamente inestable que tiende a la paranoia e, incapaz de atacar aquello que es íntegro a su estructura (como en el caso del ejército y su homofóbico autorrechazo), avanza a ciegas de sí misma, estancada en una actitud conservadora, podrida en el centro, pero feliz a pesar de ello . . . hasta el día en el que alguien le pregunte, y ella se decida a hablar de verdad.

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