Existe una esencia. Sí, existe una esencia, digan lo que digan, se da. Y a ésta se la puede tocar con la yema de los dedos, cuando se está a punto del abismo, pero vuelve, cuando se cae en la durme-vela, o se vive con la cabeza en otro lado, en los márgenes de la realidad y su cotidianidad. En esos momentos esta esencia nos golpea con su verdad: se la siente como un aire que viene de dentro y desde dentro, ardiente, nos inunda, nos eleva como a las santas de los cuadros renacentistas, y casi nos permite sentir el alo dorado con que nos agracia.
Viene de otros, de lo material, de lo que no tiene nombre, o lo tiene tan usado que parece invisible, aparece por el contacto y el desapego de él, ocurre entre los intersticios del ir y venir, porque sólo se da tras la compañía que se ha dejado: cuando uno, reconocido en el otro, reflejo y rechazo, redescubre lo olvidado.
Y siente la felicidad. O algo que se parece pues, intermitente, está y, un segundo después sólo ha dejado una huella, un recuerdo y con él la duda de si fue verdad lo que recuerda.
Por eso vuelve, debe volver a la realidad de cada día, bajar, dejar de ser,
renovado, no obstante, lleno de fuerzas,
más cerca mientras se aleja, de su esencia.
Viene de otros, de lo material, de lo que no tiene nombre, o lo tiene tan usado que parece invisible, aparece por el contacto y el desapego de él, ocurre entre los intersticios del ir y venir, porque sólo se da tras la compañía que se ha dejado: cuando uno, reconocido en el otro, reflejo y rechazo, redescubre lo olvidado.
Y siente la felicidad. O algo que se parece pues, intermitente, está y, un segundo después sólo ha dejado una huella, un recuerdo y con él la duda de si fue verdad lo que recuerda.
Por eso vuelve, debe volver a la realidad de cada día, bajar, dejar de ser,
renovado, no obstante, lleno de fuerzas,
más cerca mientras se aleja, de su esencia.
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