Ya hacía años que no se sentía la misma. Se levantaba por la mañana, se miraba al espejo y no, no se reconocía en la imagen. Por supuesto que sabía que la cara que veía reflejada enfrente correspondía a la carne que notaba como propia. Tampoco es que hubiera perdido todo contacto con la realidad. Pero ella, había dejado de ser ella. Como si viviera en instantes consecutivos, no lograba identificar aquello que la definía como persona. Si pensaba en su pasado, creía encontrar en él ciertas imágenes que le recordaban a gestos del presente, pero todas eran diferentes y, faltándole el criterio para hacerlo, no sabía decidirse por una a la que aferrarse para dar a su futuro la coherencia de una historia. Tenía miedo. No ese miedo irracional ante lo desconocido. Tampoco miedo a sus propios actos. No estaba tan desesperada. Simplemente confusa, aturdida. Casi apenas tenía, en realidad, ningún sentimiento tan fuerte como para sentirse a sí misma, para sufrir, o tratar de ser feliz. El suicidio pues, no era el problema. El miedo era más arcaico. Se imaginaba ya, en el presente, dispersa en el universo. Se veía retrospectivamente como polvo. Ni sería ni era nada. Y eso sí la consumía. Empezaba entonces a plantearse las mismas preguntas que la asolaron en la adolescencia: de dónde venimos, a dónde vamos, qué hacemos en el universo, quienes sómos. Pero el azar de su existencia, su ínfima condición maravillosa no la consolaba. No se sentía fuerte. Si ya no era ella. Ni tan siquiera ella. Ella era ya nada.
Y aún así, cada mañana, se levantaba. Se miraba al espejo. No se veía. Se buscaba. Se vestía. Desayunaba. Iba al trabajo. Sonreía. Disimulaba.
Y aún así, cada mañana, se levantaba. Se miraba al espejo. No se veía. Se buscaba. Se vestía. Desayunaba. Iba al trabajo. Sonreía. Disimulaba.
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