10 noviembre 2010

Hoy odio el mundo y me da igual.

Hay días en los que odio el mundo, o más bien, o a consecuencia de ello, me odio odiando el mundo.
Nada tiene sentido, ni debe tenerlo, ni puede tenerlo,
ni importa que lo tenga.
Y la gente a mi alrededor se comporta como máquinas, ladrando, repetitivamente, bostezando, aburrida, mecánicamente,
y yo soy uno de ellos, sin poder salir,
sin querer salir,
sin querer dejar de querer salir.
Las palabras están vacías.
Llevan siglos vacías.
No sé si nunca estuvieron llenas, ¿de qué?
¿Para qué?
Y no sé tampoco por qué nada de esto debería importar.
¿A quién?
Por que todo debe llegar a algún lado, ¿por qué?
Debemos seguir perseverando,
por alguna razón,
y no quiero dejar de hacerlo,
sin tampoco querer continuar así, intentándolo, de este modo.
El odio del mundo es activo, sí, tiene fuerza,
pero implosiva,
y explota en el cerebro,
o más abajo, con las venas que desean salirse del camino,
pero no hay más que este cuerpo,
sólo este cuerpo solo que quiero vivir,
y gritar.
Pero nada ayuda, para nada,
para nadie,
sólo son días.
Menos mal,
el resto, me engaño,
o me miento hoy.
Hoy, sin embargo, me da igual.

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