solía pensar, careciendo de empírica comprobación, que la soledad física conllevaba una angustia existencia casi material lo cual me impedía, casi sin remedio, intentar comprobar si mis miedos eran fundados.
sin embargo, a veces la vida, azarosa que es ella, nos lleva a situaciones en las que nuestros prejuicios son total pero sutilemente destrozados.
así me he visto yo, sin comerlo ni beberlo, sola en Milán, casi tres días y disfrutando de mí y mi estar sola, físicamente independiente de todo cuerpo circundante y espiritualmente centrada en mi nucleo más íntimo con la naturalidad de quien así naciera.
si existe un quid para este placer tan natural creo que reside en la tranquilidad con que esta autonomía dota al individuo que la ejerce. sintiéndonos dueños de nuestro cuerpo, de nuestras decisiones y actos, nos creemos heroes y no precisamos ni de tiempo ni de otros juicios que confirmen nuestra grandeza. ni siquiera necesitamos de pensamientos enrevesados. simplemente sabemos, mñas que nadie, más que nunca: conocemos lo único que necesitamos para seguir adelante, porque nos dejamos llevar.
es el instinto. eso es lo que aparece en estas ocasiones de completa independencia en soledad, que no aislamiento, genial. y es él quien nos ilumina, nos muestra nuestro yo así, con esa inteligencia que le caracteriza y con la sabiduría de nuestra subjetividad que nos ha regalado, nos permite abrirnos al resto de manera más absoluta, tolerante y a bien.
o dicho de manera más simple, como se suele decir, sólo el que ha aprendido a estar sólo, sabe estar con los demás.
quizá porque uno ya ha sido ese otro.
o quizá el dicho se refiere a cosas del amor, o a la soledad angustiante, y yo no, o no sólo, yo me refiero a la soledad en el bienestar.