Bien, puede ser cierto, pero cuando están bien colocadas, ¡oh! entonces todo cambia: cobran una intensidad de matices casi violentos.
Te golpean, te despiertan, y te muestran esas sutilezas de la vida que sí, en ocasiones, cambian en negro lo blanco.
Por ejemplo, si uno dice: "hasta que me muera, quiero seguir escribiendo" en vez de "voy a seguir escribiendo", el espíritu de la letra da un giro de ciento ochenta grados. Se ha pasado de una ilusionada actitud positiva, arrojada y optimista, de una declaración de principios y amor, a una auto-impuesta tarea arbitraria sobre uno mismo, a la pragmática ejecución de la filosofía del trabajo productivo, casi mecanizado, sin ningún atisbo de pasión.
Por eso, simplemente por esa fuerza de diamante que las más disimuladas palabras tienen, creo que son lo más precioso que los humanos podemos nunca poseer.
Saber manejarlas es un arma. Y es, a la vez, la condición sine qua non de la existencia, completa; pues si no podemos expresarnos, aunque sólo sea para nosotros, en un desarrollo o despliegue que ponga en marcha nuestra potencia de ser, ¿seremos? Estamos hechos, pues, no cabe duda, de palabras. Somos fuertes, resistentes, invencibles.
Como los diamantes, sólo necesitamos pulirnos, es decir, cuidar cómo nos decimos, porque continuamente corremos el riesgo de equivocarnos, de fallar en el tiro de palabra y mostrarnos la realidad, o a la realidad, como no somos pero, por esa fuerza corrosiva de la palabra, seremos.
Corremos el peligro de perder la pasión, auto-imponernos tareas y olvidar el hecho de que, detrás de ellas, hubo una ilusión.
La palabra es, pues, un arma de doble filo.
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