21 enero 2011

Agora y el amor

Me cuentan que la película Agora no obtuvo muy buenas críticas cuando fue estrenada hace un tiempo. Sin embargo, en mi opinión, es una de las mejores que he visto en años, quizá en la vida. Y por eso quiero hablar de ella. En realidad, una cosa no sé opone a la otra. Ni la crítica es muy fiable en la mayoría de los casos, ni mis análisis críticos se basan en mucho más que reaccionessubjetivas que luego trato, a veces, de racionalizar.

Creo que en este caso, mi opinión positiva acerca de la película se basa, a parte de un montaje espectacular, una historia que es entretenida y unas actuaciones más que aceptables, en los dos temas capitales que la configuran: la mujer y la religión, y un tercero que los engarza: el amor.

Pero un amor verdadero, no de esos que venden en las películas, en las canciones y en las tarjetas de navidad. No un amor obligado. Tampoco uno de mercado. Y mucho menos un amor por caridad, un amor fomentado por el cristianismo, un amor al inferior, al que se intenta salvar, por obligación moral. De hecho, es un esclavo el que, en la película, superando las barreras religiosas, ofrece un último gesto de inmortal pasión por su ama(da) al atenuar la peor muerte que la esperaba. Los cristianos y judíos la querían matar, sacarle la piel a tiras o acabar con su vida a piedras simplemente por el hecho de que las Escrituras, según ellos, dictaban que el lugar de la mujer no estaba entre libros, no pertenecía al reino de las ideas y ello la convertía, directamente, en una "bruja".

Davus, el esclavo, es en realidad, paradójicamente, el héroe de la película. Para mí, al menos.
Él muestra con su acción cómo las prédicas de la religión fallan ya desde sus orígenes. El amor es su ejemplo. A pesar de su conversión, del ateísmo al cristianismo, su capacidad de autocuestionamiento sigue viva. Por eso, cuando lo llama el amor, el verdadero, el que proviene del instinto, de la humanidad, de nosotros y no de ninguna doctrina o Libro, acude a salvar a quien considera un igual. Él, ya libre, tan inteligente y capaz de raciocinio como Hypatia (o posiblemente menos), es decir, un igual, antepone la vida de su amor a su seguridad y a todas las creencias que le han sido indoctrinadas. No porque haya aprendido algo, no porque crea que la mujer o la inteligencia deba ser salvada, sino porque el amor que surge verdadero, más allá de ficticias alianzas exteriormente creadas, le impele a hacerlo. Y él está lo bastante alerta como para atender a ello.


Ahora, con un poco de más calma, con más sosiego sólo pienso que es una pena, una lástima que la película recibiera tan mala fama. Aun hoy muchos de nosotros deberíamos aprender de ello.

No hay comentarios: